En Huezulandia, comuna donde la burocracia es religión y el chisme administrativo se eleva a categoría de arte, se ha perfeccionado un espectáculo grotesco: el sumario trucho.
La receta es simple:
El jefe iluminado, ese pequeño monarca con complejo de emperador, decide quién le cae mal.
Sus lacayos del Departamento de Ilustración —expertos en genuflexión más que en derecho— redactan acusaciones de cartón, cargadas de adjetivos y carentes de pruebas.
Luego, con solemnidad circense, abren un expediente que no busca justicia, sino venganza.
Y como todo buen circo necesita extras, aparecen los directores de orquesta sinfónica. Estos, maestros en la disciplina del servilismo, se ofrecen como voluntarios entusiastas para mantener el show en pie. Su misión: firmar lo que sea, callar lo evidente y aplaudir al jefe de turno, lamer botas y bajarse los pantalones hasta que se les gaste todo.
Pero no están solos. En escena también entra la encargada de supervivencia y sanativa escolar, que, entre discursos de contención emocional, donde en los libros se escribe precioso y en la praxis no adhiere, sostienen el decorado de una escuela que educa más en intrigas que en valores. Es la animadora oficial del circo, la que reparte panfletos sobre “Buen trato y bienestar” mientras participan en linchamientos administrativos dignos de un manual de cinismo avanzado, sonriéndote de frente y con el puñal por detrás.
Lo más indignante es que, en este carnaval vengativo, se arrastra a apoderados y estudiantes como actores secundarios. Se les manipula, se les utiliza, se les convierte en piezas del engranaje de un teatro barato cuyo único fin es satisfacer el ego de los “jefes” y engordar la vanidad de los abogados truchos, amigos del gran Joker y El Pingüino, esos funámbulos del derecho que equilibran su mediocridad con verborrea hueca.
La moraleja en Huezulandia es clara: el que opina y tiene voz propia, al sumario; el que piensa, a la hoguera administrativa. El circo sigue, los payasos sonríen y las víctimas aprenden que en este escenario la justicia no existe: solo hay espectáculo, saliva servil y expedientes truchos que solo sirven para sacar la piedra angular, esa “manzana podrida” que “enferma “a los otros
Porque al final, la sonrisa del payaso no ilumina: escupe burla, se alimenta de miedo y mantiene de pie un circo que, tarde o temprano, terminará ahogado en su propia ridiculez.
En Huezulandia, donde los sumarios son de cartón, donde los directores de orquesta se arrodillan y salamean rastreramente y las encargadas de supervivencia son verdugos con sonrisa del payaso, recordemos: la mentira tiene patas cortas, y hasta el payaso más pintado termina cayendo de la carpa, bajándose los pantalones y salameando al nuevo jefe de turno, volcando su chaqueta roja a una azul.
Hannah Arendt decía que el espacio público es donde los mortales se ganan la inmortalidad: ahí donde los actos tienen consecuencias, donde uno se expone, se arriesga y responde. Pero también advertía que el que huye de ese espacio —el que se esconde— no solo pierde su lugar entre los otros, sino que se borra a sí mismo. En Huezulandia, tuvimos uno de esos casos de desaparición moral en tiempo real: Don Vito Corleone del Departamento de evangelización, un personaje que confundió lo público con su living y la institucionalidad con un espejo donde solo se miraba a sí mismo y a sus lacayos que lamían sus botas de forma constante, bailando toda su verborrea, que con el tiempo se venderían al mejor postor (pero esa es otra historia).
Don Corleone de gestos ensayados, citas cultas y retórica grandilocuente, se especializaba en hablar de lo común como si lo entendiera. Se paseaba por los pasillos cual villano de Ciudad Gótica, un estilo parecido a “El pingüino” que interpreta magistralmente Collin Farrell, predicando sobre la transparencia, el compromiso, la mística de lo público… pero apenas se sentía interpelado, plop, reaparecía el sujeto privado, el hombre que no quiere testigos, el que opera tras bambalinas. Porque, claro, en el fondo lo público siempre fue su disfraz más rentable.
Michel Foucault habría tomado nota con entusiasmo: Don Vito supo ejercer el poder como dispositivo, no como institución. Su poder no estaba en el cargo, sino en las redes, en los silencios, en las miradas que hacían temblar escritorios. No necesitaba gritar, bastaba con que mirara raro. Dominaba no por orden directa, sino por producción de subjetividades: funcionarios agotados, subordinados con miedo, gestoras llorando en el baño. Un verdadero artesano de la microfísica del poder, al que solo le faltó publicar su propio manual de “Cómo desfondar lo común sin dejar huellas”. También se divulgaba en los pasillos que Don Vito o El pingüino, generaba orgias con villanas endemoniadas dentro del área privada.
Y cuando ya la obra estaba suficientemente podrida por dentro, se retiró. No con dignidad, sino con espectáculo: se auto despide y en jugada epica boom, demanda a Huezulandia, se inventó un agravio, y se fue con la frente tan alta como un globo inflado de gas noble. Sí, el mismo que operaba como verdugo, ahora es la víctima. El mismo que decía “lo estamos viendo, no hay plata para pagar finiquitos, hay que cuidar los recursos públicos”. Pero si hubo dinero para pagar a su amigo el Joker 17 palitos, pero ahí el discurso de lo público y lo privado no operaba.
La ironía es tan grande que duele: el que operó desde la oscuridad, el amo de las marionetas se hace pasar por iluminado. El que desgastó lo público con prácticas dignas de una telenovela mexicana, ahora pide justicia como si fuera una víctima del sistema. Foucault sonreiría: el poder no se posee, se ejerce —y Don Vito o El Pingüino lo ejerció hasta el último día, incluso en su infame huida, solo quedará el recuerdo de una vil rata, ese será su legado.
La Ilustración pública de Huezulandia merece más que esta tragicomedia. Merece personas que entiendan que el espacio común no es una escenografía ni un campo de operaciones personales. Que lo público, como decía Arendt, no es el lugar donde uno se salva, sino donde uno se muestra. Donde el poder no se acumula, sino que se rinde cuentas.
Don Vito o el Pingüino eligió la fuga. Pero su ausencia no lo oculta: lo revela. Como el humo después del incendio, su partida deja el olor a lo que fue: un farsante con buena dicción, confundió la gestión con el espectáculo, y el poder con el capricho. El exilio, en este caso, no es castigo: es el epílogo que merecía su obra en su gran libro “el elixir de la poesía”
Este ensayo satírico tragicómico es solo ficción, cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia.
(Inspirado en hechos ficticios, aunque parezcan reales...de la novela de Mario Vargas Llosa la fiesta del Chivo)
En una tierra lejana, al nororiente de la gran metrópolis, donde el Wi-Fi llega solo si sopla viento sur y los memes son más poderosos que los libros de historia, existía una república chiquitita pero jugosa, llamada, Huechuralandia, enclavada entre cerros, le dan un aspecto a los Apeninos Suizos.
Era un lugar donde no gobernaba el pueblo letrado, tampoco los incultos, ni los sueños, ni la justicia, ¡sino la envidia, los tratos bajo la mesa y los contratos por licitación directa! Allí todos los personajes se movían al ritmo del perreo institucional, más lento que rápido, pero siempre pegajoso, buscando su propia bendición económica.
Todo marchaba mal, hasta que apareció él, una especie del Duce, Fuhrer:
¡Mr. Burns! también conocido como, El excelentísimo señor del sillón dorado, con más años que presupuesto en educación, y con un plan:
Convertirse en dictador vitalicio de Huechuralandia y asegurar su bono de término de conflicto laboral, aunque no hubiera conflicto.
Se proclamó a sí mismo: El Pastor del Departamento de Ilustración Ciudadana (antes conocido como Departamento de confusión).
Su séquito era digno de una serie de Netflix, mal doblada:
Lisa Simpson, alias La Consciente, retornó de Ciudad Gótica donde estudiaba Deconstrucción de Patriarcados y Tiktok Filosófico, pero al volver a Huechuralandia, se dio cuenta que todos los que hablaban de igualdad, se estacionaban en el lugar de discapacitados.
Peter Griffin, su padre, también llamado El Comodín del Consejo, vendía ética en frascos y cuando lo pillaban, decía: ¿Y cuál es el problema, si así lo hacen todos los honorables del país?
El Joker, verdadero titiritero del régimen, dominaba las redes sociales, las contrataciones públicas y hasta el menú del casino. Decía:
La locura es como el nepotismo, solo necesitas un empujoncito, y quedamos choclo (bien).
Robín, el héroe que nunca fue Batman, tampoco Superman, armaba golpes de escritorio y planillas Excel para tumbar el sistema desde adentro.
Bart Simpson, un cabro chico rebelde con causa, que soñaba con romper el sistema, pero se quedaba dormido en las reuniones. Aun así, era el único que tenía claro que Mr. Burns debía caer.
Mientras tanto, los Influencies de la Integridad, empezaron a alzar la voz desde el otro lado de Huechuralandia:
¡No más contratos truchos, ni bonos para los que no trabajan ni en TikTok!
¡Queremos auditar el karaoke institucional y las compras de sillas ergonómicas!
El pueblo, harto de promesas con autotune, comenzó a reclamar... pero en reguetón:
Burns, papi, ya te pasaste, / con tus viáticos inflaste, / renuncia y que te paguen, / pero no te salves.
Y entonces pasó lo impensado:
Mr. Burns, agobiado por las acusaciones de traspasos dudosos, de las fiestas de fin año, en el local ventana al mundo, cajas chicas que parecían grandes y cursos de capacitación en Cancún, presentó su carta de renuncia.
Pero no por dignidad, sino para cobrar su millonario desahucio.
Y aquí es donde entra la justicia divina, o casi divina:
El Consejo Supremo de Letrados del Gran Sillón Sagrado (también conocidos como La Santa Inquisición) lo detuvo con un PowerPoint judicial:
Don Burns, usted no se va a ninguna parte. Ha cometido ilícitos, como usar la impresora institucional para imprimir memes ofensivos y comprar 124 pantallas LED para mejorar la gestión emocional del personal. Y eso, mi viejo, se paga.
Mr. Burns terminó su mandato no en gloria, sino en la bodega del Departamento de Ilustración Ciudadana, donde organiza carpetas mientras escucha a Bart leerle artículos de probidad pública.
Lisa, Robín y Bart iniciaron un nuevo gobierno, al ritmo de Yaz Ferry, Kris Cinforoso prometiendo transparencia, pero con filtros de Instagram.
Y el Joker, desapareció entre las sombras, dejando solo una tarjeta que decía:
Como le dijo José Feliciano a Steven Wonder, nos vemos en la próxima licitación.
Moraleja:
En Huechuralandia, como en la vida, los corruptos pueden caer.
Pero siempre hay otro esperando en la fila, con corbata, discurso, y un contrato en el bolsillo.
Inmensa, intensa, cual golondrina,
que hace inviernos en noches oscuras,
cargadas de emoción, nostalgias,
tu silueta imponente, está llena de furia,
contra la injusticia de aquellos desposeídos,
de los parias eternos, condenados por el poderoso.
Eres la Gabriela poetisa,
la maestra incansable, la compañera de tertulias infinitas,
de rondas con niños que bailan en nubes de algodones.
Amazona de tiempos modernos,
luchadora de causas nobles,
feminista hasta el tuétano de tu existencia,
incomprendida en tu época,
alabada y exaltada por los presentes.
Levito y danzo en tu prosa,
narrativa llena de imágenes,
figuras corpóreas de infantes,
expresando tu amor por la semilla
de tus tierras fértiles que te vieron nacer.
Embajadora de sueños y palabras,
llevaste tu voz por mares lejanos,
tormentosos, llenos de iras,
que aplacaste con tu voz y figura franciscana.
Sembraste educación en tierras mexicanas,
trazando caminos nuevos,
por donde la América morena debía seguir su rumbo,
buscando nuevos amaneceres para tus hijos,
los hijos de aquellos que estuvieron antes que nosotros.
Erguida como pilar en un México cambiante,
tu grito desgarrador, hembra, madre, aún resuena.
Perdiste a tu niño,
solo quedaban tus hijos poéticos,
la pérdida de Yin Yin marcó tu alma,
y el luto eterno se convirtió en versos,
lágrimas de un amor inacabado.
Y allí estaba Doris, tu eterna compañera,
fiel guardiana de tus sueños,
de tus fantasías, de tus días y noches,
compañera de luchas, de secretos y versos,
una llama de amor en tiempos oscuros,
que te sostuvo cuando las sombras cubrieron tus cielos.
Chile, patria lejana, siempre en tus venas,
vitoreó tus llegadas,
idas en vuelos que no cesaron hasta tu eterno descanso.
Vicuña, cuna donde nació tu canto,
con tu voz diáfana, metálica,
con colores de minerales,
de cerros que tocan cielos transparentes,
que supieron de tu voz y tus silencios,
y en cada palabra dejaste
el amor por el suelo que dio vida a tu ser.
Solo el tiempo puede darte el espacio
en el monte iluminado de los poetas,
donde aquellos que saben decir con su poesía
las agonías del alma,
transforman el lenguaje en bálsamo para el espíritu,
un refugio para sanar la vida,
una herencia eterna,
Gabriela, inmensa y luminosa,
simplemente Gabriela.
La Naranja Mecánica 1972
Director Stanley Kubrick
Los Puentes de Madison 1995
Director Clint Eastwood
El Séptimo Sello 1957
Director Ingmar Bergman
El Nombre de la Rosa 1986
Director Jean-Jacques Annaud
El Silencio de los Inocentes 1991
Director Jonathan Demme
Julio Comienza en Julio 1979
Director Silvio Caiozzi
Caliche Sangriento 1969
Director Helvio Soto
Gloria 1989
Director Edward Zwick
Chacal de Nahueltoro 1969
Director Miguel Littín